Extorsión en Camboya.

Ana salió de su hostel en Sihanoukville, Camboya con una mezcla de emoción y ansiedad. Luego de pasar 5 días en las hermosas islas de Koh Rong y Koh Rong Samlon, ya era hora de volar a Bali, Indonesia en donde se encontraría con una amiga y pasaría los próximos 3 meses en la isla de los dioses. Se sentía algo inquieta como siempre le ocurría previo a tomar un vuelo. Los nervios y la ansiedad de llegar a tiempo a veces le alteraban la tranquilidad. Sabía que tenía exactamente 11 dólares en efectivo, y aunque era consciente de que el trayecto en tuk-tuk hasta el aeropuerto solía costar menos, no tenía otra opción. Había intentado previamente sacar más dinero de un cajero automático, por si ocurría alguna urgencia, pero su tarjeta se bloqueó luego de introducir un codigo incorrecto y no hubo manera de extraer efectivo. Confiaba en que esa cantidad sería suficiente para llegar a su destino.
Sihanoukville era un sitio caótico, con calles polvorientas y montones de basura acumulándose en las esquinas. El olor a desperdicios y el calor húmedo envolvían la ciudad en una atmósfera sofocante. Los edificios construidos y abandonados por la mitad complementaban el paisaje. Los tuk-tuks, motos y automóviles se movían en un flujo incesante, sin aparente orden ni lógica. Ana observó la escena con cierta inquietud mientras buscaba un conductor dispuesto a llevarla.
Finalmente, encontró a uno luego de 10 minutos haciendo el intento. Era un hombre de mediana edad, con una camisa azul desgastada, unos pantalones cortos color beige claro con algunas marcas de lo que parecía ser aceite de motor y una expresión inescrutable. Negoció con él, intentando lograr el viaje por 8 dólares tal como le dijeron que normalmente costaba. El intercambio se estaba prolongando bastante hasta que insistió en que solo tenía 11 dólares. Él hizo una pausa, la evaluó con los ojos entrecerrados y luego aceptó con un leve encogimiento de hombros. Ana sabía que estaba pagando más de lo habitual por ser turista, pero no le importaba. Solo quería llegar al aeropuerto sin complicaciones.

El tuk-tuk se adentró en las caóticas calles de Phnom Penh. Val observaba los edificios de fachadas desgastadas y los puestos de comida callejera, mientras el vehículo zigzagueaba entre el tráfico. A medida que se alejaban del centro, las calles se volvían más vacías, los sonidos de la ciudad se disipaban y el paisaje se tornaba más desolador. El aeropuerto estaba alejado y ubicado en una zona que aun no se desarrollaba y en ocasiones se podía ver como los vecinos habían tomado esa zona como basurero común.
De repente, sin previo aviso, el conductor detuvo el tuk-tuk en medio de una carretera desierta de urbanización y con muy pocos vehículos circulando. El corazón de Ana latió con fuerza. Giró la cabeza lentamente y la miró con frialdad. Empezó a hablar en un tono elevado en su propio idioma. Ana no comprendía qué pasaba. ¿Se había roto el vehículo? ¿Estaba cerrado el aeropuerto? ¿Qué pasaba? Ella empezo a hacerle señas con las manos de que no entendia nada. Y el dijo “Money” “Money” muy enojado. Ella empezó a alarmarse. ¿Le estaba robando?
Ana le dijo que si, que tenia money “airport”.
El saco su teléfono, escribió “20” en su calculadora y con su expresión corporal dejó bien en claro que pagaba o se bajaba ahí mismo. Ya lo habia hecho antes. Y ya le habia funcionado. Especialmente, con mujeres… siempre puede leerles la cara de panico y terror que les nace de inmediato. Son una presa fácil.
“Twenty” dijo el conductor que de repente, sí sabia decir algo en ingles. Lo que le convenia. Lo que seguramente ya había dicho en otras cuantas ocasiones. Ante el desconcierto de Ana, el conductor enojado le dice “out” haciendo señas de desprecio con sus brazos. Estaba jugando el juego del policia malo.
El corazón de Ana latió con fuerza. Su mente se llenó de posibilidades aterradoras. Miró a su alrededor: la carretera estaba vacía, sucia, polvorienta, sin comercios, sin casas, sin nadie que pudiera ayudarla. Trató de explicarle que no tenía más dinero, que había intentado sacar efectivo pero su tarjeta se bloqueó. “Once dólares es todo lo que tengo”, insistió con un tono de voz que intentaba, sin éxito, ocultar su desesperación.

El hombre negó con la cabeza. Con su ingles roto se hizo entender: “No es suficiente. O pagas 20, o te bajas”. Luego, sin dudarlo, se levantó de su asiento y comenzó a abrir la puerta trasera del tuk-tuk, invitándola a salir con un gesto brusco.
Ana sintió una punzada de pánico, pero en lugar de entrar en pánico, se obligó a pensar rápido. Sabía que en ese momento no tenía opción. Forzó una expresión de derrota y asintió. “Está bien”, dijo con un tono de resignación. “Te daré 20 dólares, pero cuando lleguemos al aeropuerto”. Le mostró el dinero en efectivo para que le creyera y sacó su tarjeta VISA para que entienda que sacaría dinero una vez allí.
El conductor sonrió con satisfacción y volvió a sentarse, arrancando el vehículo con renovado entusiasmo. Su enojo fue pasajero. Val, en cambio, se concentró en su siguiente jugada mientras el corazón dejaba de exigir sangre para latir con tanta fuerza. Amenazar a una mujer en esa situación es un golpe bajo. Eso no se lo haría a un hombre.
El trayecto hasta el aeropuerto se le hizo eterno. Cada kilómetro que avanzaban, ella calculaba mentalmente sus posibilidades. No podía simplemente cumplir con esos 20 porque su tarjeta estaba bloqueada y no sabía cómo salir ilesa de esta extorsión. Lo único que tenía a su favor era que una vez en el aeropuerto, la amenaza ya no existiria. Habría una multitud que la defendería si él quisiera atacarla. No era justo. La asustó para extorsionarla. Pero esto no quedaria asi. Ella ya estaba lista para montar un escandalo y hablar con la policia si fuera posible. Al final de cuentas sabia que ese viaje costaba la mitad de lo que había negociado y cualquier local sabría que la estaba extorsionando.
Cuando finalmente llegaron, el lugar era un hervidero de actividad. Turistas y locales entraban y salían con prisa, los agentes de seguridad patrullaban la zona y los anuncios resonaban por los altavoces. Ana bajó con rapidez y, sin dudarlo, se calzó su mochila en la espalda, abrió su bolsillo de mano que tenia hacia la derecha y buscó el dinero que tenía. Con su mano ya sosteniendo los 11 dólares, giró levemente y se los entregó al conductor con firmeza. “Aquí tienes. Es lo que acordamos”.
El hombre tardó un segundo en procesar lo que ocurría. Cuando comprendió, su rostro se crispó de furia. “¡twenty!” exclamó, alzando la voz.
Pero Ana y ya estaba en movimiento. Se deslizó entre la multitud, avanzando con rapidez. Sabía que el conductor no podría seguirla más allá de la puerta del aeropuerto sin atraer atención no deseada o sin dejar su vehículo mal estacionado en la entrada de un aeropuerto, mientras intentase perseguirla. La seguridad del lugar era estricta, y cualquier altercado llamaría la atención de inmediato.
El hombre gritó algo en su idioma, pero su voz se perdió en el bullicio. Ana no miró atrás. Cruzó las puertas y se sumergió en la multitud, sintiendo la adrenalina recorrer su cuerpo. Finalmente, cuando estuvo lo suficientemente lejos, permitió que una pequeña sonrisa de triunfo se dibujara en su rostro.
Ella confió en el conductor, pero él la traicionó a mitad de camino. Para lograr su cometido, el conductor tuvo que confiar en ella para que le de el dinero al llegar, pero ella le ganó en su propio juego. El conductor perdió. Ana ganó la batalla.